viernes, mayo 21, 2010



Bayaceto

La descubrió haciendo teatro en el sótano de un bar, con telones negros y bancos de madera en lugar de butacas, como si fuera un teatro Isabelino trasladado a los 70, un bar de los suburbios, en él descubrió a esa polaca de ojos azules de muñeca, ojos asustados sobre una cara de harina.

Los reunió Bayaceto, la obra de Jean Racine, bajo el húmedo cielo de ladrillos abovedados del teatro, allí, fuera de la obra, Bayaceto probó a la dulce Atalida sin necesidad de muertes, realidad mucho más auténtica que la bijouterie de latón y vidrios de colores que engalanaban las manos otomanas de los actores.
A golpe de alfanje y prisión de rejas Bayaceto conquistó el trono de su reino de ficción pero perdió a su polaca.

No logró encontrarla por más de una década.

Nuevamente los reunió un francés: Edouart Manet, frente a su pintura “La ninfa sorprendida” en el Museo Nacional de Bellas Artes, en un vasto salón, demasiado vacío para dos personas y la soledad de su nerviosa respiración.
Se animaron en un abrazo de diez años de distancia.

Nunca supieron o no quisieron saber quienes eran ahora, solo volvieron a ser por una noche, como en la obra de Racine: Bayaceto y Atalida en el reino Otomano.
Se despidieron sin pedirse ni darse teléfono o dirección alguna, como un tácito acuerdo de casualidades, pensando quizás que otra década pasaría pronto.

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